El lunes 24 de octubre despedimos al colega y querido maestro César D’Angiolillo uno de los montajistas más destacados de la historia del cine nacional, su trayectoria de alrededor de 50 largometrajes no le impidió darle lugar a su vocación de director, con Matar al abuelito, Potestad y Norma Arrostito, la Gaby. Había nacido en 1944 en la provincia de Santa Fe.

Trabajó junto a directores como Pino Solanas, Eliseo Subiela, María Luisa Bemberg o Eduardo Mignogna, desde Juegos de verano (1969) hasta Fontana, la frontera interior (2009), pasando por títulos emblemáticos como Los hijos de Fierro (1975), Camila (1984), Miss Mary (1986), Hombre mirando al Sudeste (1986) o El sueño de los héroes (1997).

Me encontré -describía César- con un oficio fascinante. Porque la gramática del cine tiene que ver con las reglas del montaje. Es un arte que consiste en ordenar el caos. Hay que armar la continuidad de la película, que está dispersa en las distintas tomas y planos de cada escena, en esas imágenes y sonidos. «La narración del filme se arma con ese rompecabezas de imágenes”, contó en una entrevista a revista Ñ.

Fue recordado como un profesional “de una enorme generosidad”, “cálido” y “muy solidario” por algunas de las personas que trabajaron o estuvieron cerca de él durante su extensa y prolífica trayectoria: “Aprendí un montón al lado de él, era muy generoso con todos los que lo rodeaban”, afirmó Loli Moriconi, que colaboró con él en Fontana, la frontera interior (2009), de Juan Bautista Stagnaro, y Tres de corazones (2007), de Sergio Renán, entre otras películas.

A mi me gustaba estar con él cuando conversaba con los directores, siempre era muy interesante porque era una persona que estaba muy al tanto de todo, muy informada y culta. Y las argumentaciones que daba en los debates eran muy ricos. No lo bajaba como enseñanza directa, se transmitía por el hecho de compartir con él”, añadió Moriconi en relación a D’Angiolillo.

Por su parte, el productor Diego Dubcovsky, también evocó a D’Angiolillo con cariño y agradecimiento: “era un obsesivo en el trabajo, en el ajuste de cada plano, y no tenía miedo a desarmar las ideas preconcebidas desde el guión para buscar nuevos caminos”.

Era un tipo muy intuitivo pero también muy formado, ocupaba muy bien su rol de colaborador, y sobre todo, algo que mostraba su humildad, es que podía trabajar en una línea narrativa durante semanas, darse cuenta que era la errada y volver a cambiar el rumbo sin temor a decir que se había equivocado”, destacó el productor de filmes de Daniel Burman como El abrazo partido y El nido vacío.